—¿Dónde vamos, papi? —preguntó Gage amistosamente, dando la mano a su padre.
—Al campo de Mrs. Vinton. A lanzar una cometa, amigo.
—¿Comeeta? —preguntó Gage, receloso.
—Te gustará. Un momento, chico.
Estaban en el garaje. Louis sacó su llavero, abrió el armario del garaje y encendió la luz. Después de revolver en el armario, encontró al «buitre», todavía dentro de la bolsa, con el ticket de caja prendido. Lo compró durante el crudo febrero, una tarde en que su alma necesitaba mantener un destello de esperanza.
—¿Eto? —preguntó Gage. O sea: «¿Qué diantres es eso que tienes ahí, padre?».
—Es la cometa —dijo Louis sacándola de la bolsa. Gage observaba con interés cómo Louis desplegaba el buitre, cuyas alas, de resistente plástico, tenían una envergadura de un metro y medio. Sus ojos, saltones y sanguinolentos, parecían mirarles desde la pequeña cabeza situada al extremo de un cuello flaco y desplumado.
—¡Pácaro! —gritó Gage—. ¡Pácaro, papá!
—Sí, un pájaro —dijo Louis introduciendo las varillas en las jaretas del dorso de la cometa y revolviendo otra vez en el armario en busca del ovillo de cordel que compró el mismo día. Por encima del hombro, repitió—: Verás cómo te gusta, compañero.
A Gage le gustó.
Llevaron la cometa al campo de Mrs. Vinton y Louis consiguió hacerla volar al viento de finales de marzo al primer intento, a pesar de que no lanzaba una cometa desde… ¿pero era posible?, desde que tenía doce años. ¿Habían pasado diecinueve años? Dios, qué espanto.
Mrs. Vinton era una anciana que tenía casi la edad de Jud, pero no su fortaleza. Vivía en una casa de ladrillo situada al borde del campo, aunque casi nunca salía. Detrás de la casa empezaba el bosque, el bosque en el que se encontraba Pet Sematary y, más allá, el cementerio micmac.
—¡La cometa vuela, papi! —chilló Gage.
—¡Mira cómo sube! —gritó Louis a su vez, riendo entusiasmado. Soltaba hilo tan deprisa que el roce casi le quemaba la palma de la mano—. ¡Mira el buitre, Gage! Se va a hacer caca de miedo…
—¡Caca de mieo…! —gritó Gage con una gran carcajada. El sol asomó por detrás de una esponjosa nube de primavera, y pareció que la temperatura subía cinco grados casi de repente. Estaba a la diáfana luz de un marzo templado y traidor que se las daba de abril, en medio del campo de Mrs. Vinton, cubierto de hierbas secas y altas, mientras el buitre subía y subía hacia el azul, con sus alas de plástico tensas contra el viento, y Louis, como hacía de niño, se alzó en espíritu hacia la cometa, fundiéndose con ella y contempló la verdadera faz del mundo, la que sin duda ven en sueños los cartógrafos: el campo de Mrs. Vinton, blanquecino y dormido después del deshielo, que ya no era un campo, sino un paralelogramo limitado por paredes de piedra en dos de sus lados y, en la base, la raya negra de la carretera y la cuenca del río. Eso veía el buitre con sus ojos saltones. Veía la cinta gris del río que aún arrastraba trozos de hielo y, al otro lado, Hampton, Newburgh, Winterport, con un barco en el puerto, tal vez incluso veía la fábrica St. Regis, en Bucksport, bajo su bandera de humo, y hasta el cabo, en el que el Atlántico embestía los acantilados.
—¡Mira cómo sube, Gage! —gritó Louis, riendo.
Gage echaba el cuerpo hacia atrás de tal manera que parecía que, de un momento a otro, iba a caerse de espaldas. Sonreía de oreja a oreja y saludaba a la cometa con la mano.
Cuando se aflojó la tensión del hilo, Louis dijo a Gage que pusiera la mano. Gage extendió el brazo, sin mirar siquiera. No podía apartar los ojos de la cometa que giraba y danzaba al viento mientras su sombra corría por el campo de un lado a otro.
Louis dio dos vueltas alrededor de la mano de Gage con el hilo y entonces sí que el pequeño bajó la mirada con un gracioso gesto de perplejidad al sentir el tirón.
—¡Oh!
—Ahora la haces volar tú —dijo Louis—. Tú mandas, compañero. Es tu cometa.
—¿Gage hace volar? —preguntó él. Aunque más que a su padre parecía preguntárselo a sí mismo. Tiró del hilo para probar y la cometa osciló al viento. Dio otro tirón más fuerte y el buitre hizo una pirueta. Louis y su hijo rieron al unísono. Gage extendió la mano libre y Louis se la tomó. Y así se quedaron, en medio del campo de Mrs. Vinton, mirando al buitre.
Fue un momento que Louis nunca olvidaría. Si cuando era niño se alzaba hasta la cometa, ahora sintió que se fundía con Gage, su hijo. Le pareció que se achicaba hasta caber dentro del pequeño cuerpo de Gage y que podía mirar por los ojos del niño aquel mundo inmenso y luminoso, un mundo en el que el campo de Mrs. Vinton era casi tan grande como las salinas de Bonneville, en el que la cometa volaba a kilómetros de altura, mientras el hilo le temblaba en la mano como si estuviera vivo y el viento le despeinaba.
—¡Vuela, cometa! —gritó Gage mirando a su padre, y Louis le rodeó los hombros con el brazo le dio un beso en la mejilla encendida por el viento.
—Te quiero mucho, Gage —dijo. Al fin y al cabo, quedaría entre los dos, y nadie podía decir nada.
Y Gage, a quien quedaban menos de dos meses de vida, reía con estrépito y alborozo.
—¡Vuela la cometa! ¡Vuela la cometa, papi!
Cementerio_de_animales Stephen_King