Esto que va un hombre a comprarse una moto. Llega al concesionario y dice:
– Buenas. Quiero una pedazo de motarro que no veas. Eso sí, no pienso gastarme más de 1.000 ptas.
– Pues eso es difícil. Pero creo que tengo algo que le gustará.
Y entonces el vendedor le enseña al hombre una motarro que no veas tú. Con un motor de 2.000cc y unos cromados que te cagas. Y el hombre, todo perplejo dice:
– Pero esto tiene que salir carísimo.
– Qué va. Sólo 875 ptas.
– Pero, ¿cómo puede ser?
– Mire. Es que esta moto es de importación. Viene del Sahara, y claro, como allí nunca llueve, pues si le cae una sola gota de agua, pues la moto se cae a pedazos».
– Pero entonces no me interesa.
– No, hombre no. Mire, si usted ve que se va a poner a llover, pues le da una buena capa de vaselina para aislarla de la humedad, y ya está. Además, le regalo con la moto un frasco de vaselina.
– Siendo así… Vale, me la llevo.
Y entonces el tío va todo fardón por la carretera con su nueva moto, conduciendo a toda hostia, devorando kilómetros. Y claro, con tanto fardar, el tío va y se traga un charco de aceite en plena curva y se mete un piñazo que no veas. A todo esto que un lugareño lo ve y se acerca a ayudarle:
– Pero hombre, menuda hostia se ha dado. ¿Está usted bien?
– Sí, no me ha pasado nada, y la moto…., la moto también está bien.
– Pero, ¿seguro que usted está bien? Mire que la hostia ha sido de campeonato. Lo mejor que podemos hacer es que se venga conmigo a mi casa. Le invito a comer, y si después de comer usted ve que se encuentra bien, pues nada, se va y todos tranquilos.
Entonces el lugareño y el hombre se van en la moto a casa del buenazo del lugareño.
– Verá, en esta casa tenemos una costumbre, durante la comida no se habla, y si alguien habla, entonces es el que lava los platos.
El hombre piensa: «Bueno, ya que este lugareño está siendo tan amable, yo, durante la comida, hago que se me escapa alguna palabra, y le lavo los platos.»
Entonces se asoma a la cocina y ve que allí todo estaba lleno de platos sucios, y piensa: «¡¡¡JODER!!! Yo no digo ni mú». Comienza la comida, a la mesa estaban el lugareño, su esposa, su hija y el hombre de la moto.
Reinaba un silencio sepulcral, no se oía ni el ruido de una mosca.
El motero, que no tenía ninguna gana de lavar los millones de platos que habría en la cocina, empieza a meter mano a la hija del lugareño, para ver si ésta dice algo, y así asegurarse de que él no lavaría. Pues la chica no decía nada de nada, le miraba, suspiraba, se movía, pero no decía nada.
Entonces el tío, que de tanto sobeteo se había puesto a 100, se levanta de la mesa y se tira a la hija, allí, delante de todos. Y la peña que no suelta prenda, nadie dice nada, siguen comiendo tan tranquilos.
El hombre, que ve que se puede poner morado, mira a la mujer del lugareño, que era una cuarentona de buen ver, y se la tira. Y nadie dice nada. Todos callados, comiendo, sin decir ni pío.
Mientras todo esto sucedía, el cielo se fue poniendo cada vez más oscuro. El hombre, después de haberse tirado a la madre y a la hija, ve que va a llover y se levanta de la mesa, con el bote de vaselina en la mano, y el lugareño dice:
– ¡Vale! Friego yo.